Mark Twain y la rana saltadora del condado de Calaveras

La célebre rana saltadora del Condado de Calaveras

Mark Twain
Simón Wheeler  era un viejo bonachón que atendía una cochambrosa taberna del ruinoso campamento minero de Ángel  ´l s. Era gordo y calvo y que en su  semblante había una tranquila expresión de amabilidad y sencillez.

Poseía la habilidad del viejo Homero, el de la Ilíada, para repetir de memoria relatos mil veces, sin variar, ni siquiera una letra. Inicio, desarrollo y final, siempre eran los mismos, invariablemente. Con un tono en la voz y un ritmo en el relato absolutamente sin prisas, como corresponde  a individuos habitantes del campo o de la etapa pre- industrial, antes de conocer la neurosis. De sus relatos orales bien podría decirse, como dice  el Corán, este relato tiene tantas palabras y tantas letras.

Sólo que Simón Wheeler no gusta de contar cosas terribles como la conquista de una ciudad o las tragedias de Eurípides o cosas así. Contaba cuentos de animalitos. Y es que el tal Simón Wheeler  es, en este cuento, el alter ego de Mark Twain. Ese escritor estadounidense que  atizó la imaginación cuando éramos niños. Viajábamos hacia las islas ignotas  que sólo estaban del otro lado del río o formando parte de un grupo de niños que, una noche, armados de palas y picos,  se escapan de la vigilancia de la mamá para ir a buscar tesoros entre las ruinas de una casona abandonada al final de la calle.

Wheeler le contó  que en cierta ocasión, allá por el verano de 1849, había conocido a un tal Jim Smiley, que era un apostador empedernido. Apostaba por todo pero no con  lo que s e apuesta en los casinos. Es decir con cartas o ruleta. Apostaba con las peleas de gallos o perros o alacranes o pulgas. Dijo que era capaz de apostar en una carrera de chinches y seguirlas hasta llegar a México: “Si veía a una chinche caminando sin rumbo fijo, apostaba sobre cuanto  tardaría en llegar adonde fuese  y si le aceptabas la apuesta, seguiría al chinche hasta México, pero averiguaba dónde iba el bicho y cuánto tardaría en llegar.”

Una vez tuvo un perro muy bravo para pelear  y ganaba las apuestas que Jim Smiley hacía. El perro se llamaba Andrew Jackson. Finalmente se topó con una rana y se le ocurrió que podría enseñarla a hacer cosas para después apostar  con  los incautos que creyeran que era una rana común y corriente. Se pasó tres meses haciendo que brincara más que cualquier otra rana.

Cuando Dan ´l Webster, que así se llamaba la rana, estuvo lista Wheeler hizo su primer demostración en la taberna: “La puso en el suelo, como decía, y exclamó;”moscas, Dan ´l, moscas”. Y en un abrir y cerrar de ojos la rana dio un salto, atrapó una mosca que había encima del mostrador  y volvió a saltar al suelo, sólida como una pella de barro. Se quedó rascándose la cabeza  con una de las patas de atrás, tan indiferente como si lo que acaba de hacer pudiera hacerlo cualquiera  otra rana.”

El caso es que Smiley guardaba la rana en una cajita de malla y a veces la baja al pueblo para apostar. En una ocasión un forastero que se hallaba en el campamento le preguntó que guardaba en esa cajita. Smiley le contó de su rana que tenía habilidades especiales. Sin revelarle todo el secreto  que él la había sometido a un entrenamiento largo y disciplinado.  Finalmente logró hacer que el forastero apostara. Si tuviera una rana apostaría, dijo el otro. Eso no es problema. Smiley, en el afán  de ganar la apuesta, se ofreció a ir al estanque cercano por otra rana. Le encargó a Dan ´l Webster al forastero. Este se quedó intrigado: “pensando y pensando y luego sacó la rana de su caja , le abrió la boca y con una cucharilla  empezó a meterle perdigones dentro. L a dejó llena hasta casi rebosar. Y luego la colocó en el suelo.

Al regreso de Smiley empezó la competencia de las ranas: “Él y el forastero  empujan a las dos ranas por detrás  y la rana recién atrapada  pega un buen bote. Y Daril hace un buen esfuerzo y trata de saltar pero nada…no pudo ni moverse”. 

El forastero cogió su dinero y se marchó. Un poco después Smiley descubrió la trampa del forastero, lo buscó pero ya no lo encontró…

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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