Ángelo, juez en Viena, sentencia a muerte a Claudio, hermano de Isabela. Ángelo está dispuesto a perdonar la vida del sentenciado sólo si Isabela acepta sus pretensiones sexuales. Este juez es un enamoradizo pues ya antes había empeñado su palabra con Mariana. Esta muchacha está enamorada de Ángelo pero este se negó a casarse con ella.
Este es el leit motiv de la obra. ¿Cómo salvar a Claudio del verdugo sin que su hermana tenga que entregarse al juez?
La pieza central de los acontecimientos es el Duque, suprema autoridad pero, a fin que los caracteres se manifiesten tal como son, el Duque se viste de fraile (fray Ludovico) y se desplaza en medio de la trama sin que nadie lo descubra. Así va conociendo de cerca de qué mezcla están hechos esos humanos.
Con las excepciones de Isabela y el Duque, el resto de los personajes de esta obra son deshonestos, licenciosos y libertinos. Hay leyes pero, empezando con el juez, sólo sirven para pasara sobre ellas. El autor introduce un relato para dar a entender la trampa en la que la aparente rectitud del juez se escuda. Cuenta que un pirata santurrón se hizo a la mar llevando los diez mandamientos pero, “raspó uno en la tabla”. En vista de este panorama tan corrupto, el Duque se ve en la necesidad de componer las cosas por mandato suyo: “No hagamos de la ley un espantajo para asustar al ave de rapiña, permitamos que se conserve idéntica hasta que la costumbre la convierta en percha, no en objeto de terror.”
Es la idea de sanear los rincones de la autoridad corrupta y lo demás se curará en consecuencia. Alguien le dice al Duque: “Si su excelencia toma medidas contra las prostitutas y los libertinos no necesitará preocuparse por los proxenetas”.
De lo contrario, la negligencia o la componenda deja pasar una falta y lo demás vendrá en cascada: “La ley no estaba muerta, aunque dormía. Esos muchos nunca hubieran osado si aquel primero que infringió el edicto hubiera respondido por su acción.” A esto, dice Shakespeare, sigue la imitación: “El ladrón a robar tiene derecho ahí donde los mismos jueces roban.”
Cuando los personajes deshonestos quedan al descubierto, el Duque sentencia que se aplique, en la misma medida, a los ejecutores del daño cometido. Si a Claudio lo sentencian a muerte el juez deberá morir también, etc. Por eso la obra se llama: Medida por medida. Es la sentencia que se da en algunas religiones de la antigüedad: “¡Ojo por ojo!”. Sin embargo el Duque, de Viena, que es, como se dijo, el que administra la justicia observando las leyes, da una solución del Nuevo Testamento. Busca el arreglo de lo desarreglado y perdona: “El cielo hace lo mismo con nosotros que nosotros hacemos con la antorcha porque no la encendemos para ella; pues si nuestras virtudes no trascienden sería igual que si no las tuviéramos”.
Hay otro pensamiento que presenta el error como una posibilidad de elemento didáctico: “Hay quien dice que los mejores hombres son modelados por sus propias faltas, y que en su mayoría son mejores por haber sido un poco malos.”
Uno de los mensajes de este trabajo de Shakespeare es que si las leyes, emanadas de la democracia, mediantes los representantes del pueblo, no se respetan, puede dar ocasión para que aparezca la mano dura de alguien. Pero también, si esa mano dura aparece, tendría que ser ésta tan atenta de las necesidades del pueblo que, como en las Mil y una noche, el príncipe tendría que convivir de incógnito entre la gente para conocer sus necesidades reales y no las que le cuenten o le oculten sus incondicionales. Esta es la idea que el Duque se haga pasar por fraile: “Pronto veremos si el poder modifica a los mejores o tenemos acá simuladores”. Sin embargo el Duque está consciente de su responsabilidad y sabe que tiene que poner el ejemplo haciendo lo que dice, no nada más diciéndolo: “Quien esgrime la espada de los cielos tan santo habrá de ser como severo.”
A instancias del Duque, se arma una estratagema para salvar a Claudio del hacha del verdugo, que Ángelo, el juez, se case con Mariana y al final, conocedor el Duque de los sentimientos nobles de Isabela, éste le pide que lo acepte como su esposa. Este final feliz es necesario después de haber atravesado el lector por un texto lleno de deshonestidades. La enseñanza de la obra está en el desarrollo de la misma, no en el final.
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Justificación de la página
La idea es escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
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