Es la Fiesta de San Fermín. Lo que el mundo conoce como “Pamplonada”. Una corretiza de individuos entre la multitud huyendo desaforadamente entre calles estrechas seguida de cerca por los toros. Todos, humanos y animales, provocando en su organismo desacostumbradas cantidades de adrenalina. Evitando, o tal vez facilitando, morir entre los cuernos de los toros. Algunos lo consiguen. Pero también los personajes de esta novela se la pasan en una prolongada fiesta. Van por las ciudades de Europa de un café a otro o de bar en bar. Hacen un grupo de “amigos literarios”.
Hemingway guarda un cuidadosos equilibrio de elementos en esta obra, como sólo se logra si el escritor posee un amplia cultura y, también, si se encuentra alejado del espíritu de la secta. Jake Barnes, el alter ego de Hemingway en esta novela, el que cuenta en primera persona el relato, es católico, muy amigo de otro personaje central de la obra, Robert Cohn, judío. Amigos que andan de Nueva York a Paris y de aquí a España, en plena fiesta. El autor no aprovecha la tinta para estigmatizar a algunos de los dos por sus preferencias espirituales. Mike, uno del grupo de juerguistas, insulta fuertemente a Robert Cohn. Pero no es por motivos raciales y confesionales, sino por líos de faldas. Ambos se andan “tirando” a la encantadora Brett Ashley. O por mejor decirlo: ella se anda tirando a los dos.
Brett es una mujer que forma parte del grupo, con la suficiente hermosura y liberalidad, como para dar y repartir sin prejuicio alguno. Brett y Mike se trataban como pareja sexual. Ella había tenido que ver ocasionalmente con Roberto Cohn, pero más con Jake Barnes. Por alguna cuestión que nunca se aclara, Jake no puede ya acostarse con Brett, aunque ambos lo desean. Cohn está prendido de ella y la sigue por todos lados, provocando la ira de Mike. En cierta ocasión alguien le dice a Cohn, refiriéndose a Brett, tratando de molestarlo: “Se ha acostado con un montón de tipos mejores que tú”. Brett se refiere a una disposición para el sufrimiento que tiene Cohn. La muchacha le confiesa a Jake: “Odio su maldito sufrimiento”.
Pedro Romero es el joven torero que conocen en Pamplona, guapo, exitoso como torero y por el que Brett también acaba sintiéndose loca. Los dos enloquecen uno por el otro y al final cada quien se quedará con su narcisismo. Ella no es para uno ni él es para una ni para otra cosa que no sea su arte de torero. La filosofía de este artista del ruedo era: “Mato a mis amigos (los toros) para que ellos no me maten a mí.”
Hemingway no dice directamente que Brett es una mujer atractiva. Lo hace de la manera cuando el grupo de amigos va caminando por la calle, rumbo a los corrales para ver le ceremonia de corrida de los toros. Pasan frente a una bodega que vende vinos baratos. Una mujer llama a tres jóvenes para que se asomen a la ventana y vean pasar a Brett: “La mujer que estaba en la puerta del establecimiento se nos quedó mirando cuando pasamos por delante de ella. Llamó a alguien que debía de estar dentro de la casa y aparecieron tres jóvenes que se asomaron a la ventana a mirar a Brett”.
Brett es lo suficientemente abierta para conocerse a sí misma. Enseguida le dice a Jake: “No puedo evitarlo. Soy una perdida. Es como si algo me estuviera desgarrando las entrañas…De todas maneras ya soy una mujer descarriada…He perdido todo el respeto hacia mí misma.”
Es deliciosa la descripción que Hemingway hace de la pesca en el río Irati, Burguete, España, en el momento que Jake Barnes pesca seis truchas. Los movimientos, simples, para colocar los peces en la cesta, puede hacerlos sin precipitaciones de redacción: “En poco rato pesqué seis, casi todas del mismo tamaño. Las coloqué una al lado de la otra, con las cabezas en la misma dirección, y las miré detenidamente. Tenían un color esplendido y el agua fría las había hecho firmes y duras….tomé unos helechos que metí en la cesta, coloqué sobre ellos una capa de tres truchas, que cubrí también con helechos. La bolsa abultaba bastante y la coloqué a la sombra de un árbol”.
Enseguida describe un detalle perfectamente insignificante que, por lo mismo, adquiere importancia. Después de pescar, en el almuerzo, él y su amigo Bill, se toman una botella de vino y la otra botella: “la dejé apoyada contra el tronco de un árbol”. ¿A quién se le ocurre describir que dejó la botella apoyada contra el tronco de un árbol?
Al comienzo del almuerzo uno de ellos desenvolvió una pierna de pollo que llevaban envuelta en papel periódico. Esta sola descripción daría material para la antropología. Y, en seguida, de la manera más coloquial, esos dos aficionados a la pesca en el río, nos mencionan que al menos hay dos teorías de por qué existen las cosas y la vida: la creacionista y la evolucionista. Están pelando huevos cocidos y se pregunta qué fue primero si el huevo o la gallina. Y Bill, mientras chupaba el resto del muslo del pollo, respondió: “Cómo vamos a saberlo.” Después de echarse un generoso buche de vino, para bajar el bocado de pollo, el otro dijo: “No dejes que la duda se adueñe de nosotros, hermano. No dejes que nuestros dedos de simios burgueses escarben en los sagrados misterios de la cría de aves. Aceptémoslo todo con la fuerza de la fe”.
Hemingway describe el ambiente de la fiesta pamplonada o Sanfermines. Es un ambiente de fiesta que contiene todos los elementos posibles en el humano. Sibarita, pecuniario, artístico, sado-masoquista, espiritual y altamente báquico. El camarero que le servía una taza de café a Jake Barnes hizo la semblanza de la Pamplonada. Lo hizo sin el menor entusiasmo por todo aquello que volvía locos a los miles, tal vez millones, de participantes del lugar y de los extranjeros conocedores y villamelones que asisten a la misma cada año. Lo hizo como lo hubiera hecho un contador o un agiotista. Moría la gente entre los cuernos de los toros por pura locura, sin sentido práctico: “No veo dónde está la diversión en una cosa como esa.”
Al final de la semana de los Sanfermines la ciudad queda vacía y el grupo de amigos “literarios” también se disgrega. La última escena es cuando Jake Barnes y Brett van en un automóvil. Momentáneamente van juntos para separarse en breve. Ella irá a vivir con Mike. Otra vez le dice Brett a Jake que ella, que todo eso, hubiera sido diferente si los dos vivieran juntos. Sí, dice él, todo hubiera sido diferente…
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Justificación de la página
La idea es escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
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