ORTEGA Y GASSET, SOLEDAD


 

Ortega presenta la soledad del hombre, tal es el caso, que imagino hipotético, de alguien que, viviendo entre las dunas del desierto, no conociera a otro humano.

Y, de pronto, en la otra duna, hiciera su presencia  otro ser idéntico, en forma, a mí. En la esperanza que no sea un espejismo, mi soledad anhelante me hará precipitarme para hablarle, darle la bienvenida y contemporizar.

Me detengo. Veo que la figura saca una cámara fotográfica y me retrata. Es un cacharro. Una vieja polaroid pues de inmediato obtiene una fotografía y la examina. Retratarme fue mediante un movimiento rápido pues apenas me “vio por el visor”, “disparó”. Pero ahora se toma mucho tiempo para examinar la fotografía…

Espero. ¿Quién y cómo es ese otro igual? Estoy parado en un lugar y aquel en otro lugar. Por su lejanía hay un “allá”. Si estuviera más cerca habría un “ahí”, pero el caso es que cada quien  está parado en su “aquí”. En su individualidad y en su circunstancia.

Recuerdo que Ortega dice que si arrojo una piedra, o corto una planta, no pasa nada con relación a mí. La piedra se parte en fragmentos y la planta se quiebra.  ¡No hay reciprocidad!

¡La piedra ni hace ni padece” escribe Ortega en El hombre y la gente.

Pero si me encuentro con una fiera, o con escorpión, sí va a haber respuesta. Lo sé por su reacción. En la mirada del perro sé que me va a atacar o se acercará amistoso. Una ardilla huirá de mi presencia o se  acercará para que le arroje cacahuates.

 Lo animales, incluido  yo y la figura aquella sobre la duna, somos  carne. Y la carne, a  diferencia de la roca y de la planta, tiene reacciones químicas y motivaciones vitales. Todo eso delata  intenciones. Se mueve para contemporizar, huir,  o para atacar. Sus gestos pero, sobre todo, la mirada.

¿Cómo co-existir con los animales, incluidas las personas?:

“Para co-existir más con el animal, lo único que puedo hacer  es reducir mi propia vida, elementalizarla, entontecerme y aneciarme hasta ser casi otro animal, como le pasa a esas señoras de edad que viven años y años solas con un perro ocupadas exclusivamente de él acompañadas únicamente por él, y acaban por parecerse hasta fisonómicamente a su can.”

El éxito de los “matrimonios para siempre” es que encontraron la manera de co-existir. Empezaron viéndose, no mirándose. Después que los pajaritos se fueron, quedaron dos amigos que decidieron vivir juntos, tener hijos, y cada uno de los cónyuges con sus defectos y sus virtudes, ¿se aceptaron o no? Y a eso se reduce todo. Y la co-existencia se volvió co-dependencia, en todos sentidos.

Dibujo tomado del libro
La psiquiatría en la vida diaria
de Fritz Redlich, 1968 
Por fin puedo distinguir quién es esa figura en la otra duna. Es una mujer. Pero no puedo distinguir su mirada, para efecto de echar a andar mis mecanismos de coexistencia. Por mejor decir, mis mecanismos de defensa.

Sé que sólo hay en el mundo dos miradas que no puedo definir, aun con mi más detenido examen: la de Superman, porque es de acero y posee en los ojos rayos de una frecuencia extraterrestre. Y las miradas  de la mujer.

Extraigo de la mochila los binoculares y la capto. Sin moverse me mira,  aún en la lejanía.. Desde el momento que apareció sobre la duna no se ha movido, solo miraba en mi dirección. Su mirada es dulce. ¿Será  Morgana, esa inasible belleza  que se le aparece a los que cruzan el  mar y  desierto de arena candente? No, esta  es real.

No lo piensó más. Desciendo, corriendo, cruzo el pequeño valle desnudo y  arenoso y remonto la duna en la que ella se encuentra.

Soy fotógrafo de profesión y después recordaría que la composición del objetivo de la cámara tiene un lente exterior, pero que el verdadero “foco” está en el fondo, no se ve. Equivaldría a  lo que Ortega llama en la mujer mirada saturada.

En mi prisa he arrojado a un lado el libro de Ortega. No he leído el párrafo que sigue. Sólo me quedé en: “la primera mirada que se concede como una limosna, poco honda, lo justo para ser mirada.” Como “mirar por el visor”.

Tiempo después, ya demasiado tarde para mí, leería lo que sigue: “hay también la mirada que viene de lo más profundo, trayéndose su raíz misma desde el fondo del ser femenino, profundamente abismático en la mujer. Esta es la mirada saturada en la que rebosa su propio querer ser mirada.”

 Punto de enfoque donde convergen los rayos ópticos y hay claridad en la imagen.

Y luego la advertencia de Ortega, que tampoco me di tiempo para leer entonces: “Si el hombre no fuese vanidoso  y no interpretase cualquier gesto insuficiente de la mujer como prueba de que ésta está enamorada, si suspendiese su opinión hasta que en ella se produzcan gestos saturados, no padecería las dolorosas sorpresas que son tan frecuentes.”

Rhett Butler, de Charlestón, el eterno enamorado de Katie Scarlett O´Hara, le dice a ésta: "Siempre he creído que las mujeres poseían un temple y una resistencia desconocidos para los hombres a pesar de la bonita ficción  que me enseñaron en la niñez de que las mujeres son seres frágiles, tierno y sensibles."
( Margaret Mitchell,Lo que el viento se llevó)

Me pregunto si posee la mujer algún secreto, alguna clase de hipnotismo, maleficio o algo que se le parezca, que nos hace caer tan estrepitosamente.

No, dice Ortega. Ella no hace  nada. Todo se genera en el hombre mismo, destacando su soledad. Ella sólo espera que el hombre ya no quiera estar solo:

“desde el fondo de radical soledad que es propiamente nuestra vida, practicamos, una y otra vez, un intento de interpretación, de desoledadizanos asomándonos al otro ser humano, deseando darle nuestra vida y recibir la suya.”

Esa mirada profunda, saturada de la mujer, de la que habla Ortega, es la facultad altamente desarrollada para captar la soledad del hombre y, entonces, ¡Plum!


ORTEGA


“José Ortega y Gasset (Madrid, 9 de mayo de 1883 – ibídem, 18 de octubre de 1955) fue un filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital (raciovitalismo) e histórica, situado en el movimiento del Novecentismo.”WIKIPEDIA
 







 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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