LAS COMPARSAS DE TOM WOLFE

Abandonar el gabinete, salir al mundo y ver cómo piensa  y vive la sociedad, empezando por el individuo, cómo él reacciona en esa situación.

No es lo mismo ver, por televisión, una marcha de trabajadores, que estar en la marcha, bajo el sol o la lluvia, corriendo entre gases lacrimógenos o chorros de agua que lanzan los granaderos.

La redacción va a ser diferente. El lector perspicaz nota cuando está hablando de vividas o de oídas. En este caso menudean los lugares comunes. Así  con los personajes de las novelas.

 O con los muchos y sendos libros teórico-científicos que buscan redimir al obrero. Tienen cerebro bibliohemerográfico, pero carecen de alma.

Es la idea que Wolfe sigue como novelista. En consecuencia, relatar la vida vivida, con sus bellezas y sus gérmenes patógenos, ¡pero reales, no sólo inventados!

Ni tan crudos porque la vida no es tampoco hipostasiada como la pintan los decadentes.

La vida es como la fotografía hecha de luces y de sombras.  Como humanos navegamos entre purezas y aberraciones. Sólo los animales, carentes de subjetivo, viven en el mecanicismo.

Leer para informarse qué se ha escrito allá y aquí. ¿Cuáles son los valores de verdad y cuáles lo “íconos” de los que se sirve el mercado de las editoriales.

Wolfe dice algo que en su momento llegó a molestar a muchos que creían vivir en la capital de las musas:

“En materia intelectual seguimos siendo insignificantes colonos sudorosos que corremos desesperadamente para alcanzar a Europa y, en concreto, a Francia.”

El relato teórico no era del agrado de Wolfe. Desde este modo de pensar va a considerar a tres novelistas de renombre como son Mailer, Schiller y Updike. En una parte de su libro se refiere a ellos como Mis tres comparsas.

Estos tres buscaron los adjetivos más cáusticos para colgárselos a Wolfe como escritor. Es decir, para decir que no era escritor.

Como respuesta Wolfe dijo que estaba leyendo sus críticas y que, se imaginaba, escribir estas cuartillas, debió costarles un gran esfuerzo dada sus edades ya muy avanzadas de esos tres. Creo que les dice carcamanes.

Cuando la novela de Wolfe, Todo un hombre, inundó el mercado de los libros, aquellos, respondiendo a preguntas de sus entrevistadores, dijeron que Wolfe no era novelista, no sabía escribir.

“Updike había dicho: Miren, esto no es literatura, ni siquiera una modesta aspiración a literatura, sino simplemente entretenimiento. Irving había dicho, miren, esto no es ni siquiera una novela, y mucho menos literatura, es una hipérbole periodística. Mailer había dicho: Miren, esta no es un criatura legitima, sino un bastardo, un mega bést-seller, cuyo disoluto creador…”

Tom Wolfe, El periodismo canalla y otros artículos.

Es una vieja historia que nos recuerda el mundo de los filósofos. Schopenhauer escribió de esos filósofos, de renombre mundial, por lo demás, con sistemas que han revolucionado al mundo de la intelectualidad…

Y, sin embargo, dice, son como arañas escondidas, atisbando desde su cueva, pendientes que se mueva la telaraña, para salir y devorar al filósofo que ha caído en la telaraña, es decir, que ha  salido a los escaparates de las  librerías. 

Uno de los célebres antecedentes de hipostasiar(por no decir canibalismo) filosófico, de la antigüedad, es Aristóteles, refiriéndose  a su maestro Platón. Luego hay una larga lista: Leibniz vs Descartes, Schopenhauer vs Hegel, Ortega y Gasset vs Schopenhauer, Max Scheler vs Kant…

El que rebasó todas las marcas fue Aristófanes, se pitorrea de todos los filósofos de su tiempo, empezando por Sócrates. Pero Aristófanes se salva porque no era de la cepa de los filósofos.

El mundo de la ciencia no se salva. Alguien expone una teoría, en un congreso, y de inmediato cinco levantan la mano, no para aportar datos y enriquecer el tema, sino para dejar bien asentado que el que acaba de hablar es un papanatas.

Empero, ese rico material de la intelectualidad, por desgracia, no llega a la calle, queda para el consumo de mesas redondas y seminarios. O de libros para ser leídos, aplaudidos y premiados, por la misma secta literaria del autor, a semejanza de los filósofos (hay excepciones).

Wolfe recuerda a los príncipes de Las mil y una noche. No se reunían con sus secretarios de estado encerrados todos en una gran sala tan bien custodiado que ni el aire entrara. No. Aquellos príncipes se disfrazaban de plebeyos y se mezclaban con el pueblo del mercado para conocer, de primera mano, sus modos de pensar y vivir.

Es el gran mérito que Wolfe reconoce en Steinbeck, quien se fue a vivir entre los desplazados que en condiciones miserables trabajaban en los campos cosechando. Así pudo escribe con éxito Las uvas de la ira.

Así lo hizo Carl Lumholtz, antropólogo, en el siglo pasado, viviendo un año entre los huicholes. Y, según dicen, así mismo lo hizo Tolstoi, viviendo entre los pobres para poder escribir sobre el hambre de los campesinos.

Pudieron haberlo hecho en “Estados Unidos-escribe Wolfe- con una curiosidad feroz y el deseo imperiosos de mezclarse con los 270 millones de almas que lo rodean, para hablar con ellas y mirarlas a los ojos.” Pero, agrega, no lo hicieron.

Luego comenta el modo de comunicar sus ideas de algunos novelistas “difíciles”. El mal ejemplo se adopta con facilidad en cuestión de claridad y sencillez para exponer las cosas. Se ha señalado por varios intelectuales que, cuando un filósofo no domina lo que quiere exponer, recurre a redacciones que hablan mucho, expone enredado y dicen poco. ¡La culpa es del lector que no  descifra la trama! dijo alguna vez Updike.

Wolfe: “El poeta serio comienza a crear obra difíciles de entender para demostrar que se halla por encima de la chusma.”

Lo que Wolfe  reprocha a   sus tres detractores es que escribieron desde lejecitos de la gente:

“John Irving es un escritor con talento. Norman Mailer es un escrito con talento. John Updike es un escritor con talento. Lo único que digo es que han echado a perder su carrera profesional al no involucrarse en la vida que los rodea, al volverle la espalda al rico material de un país sorprendentemente en un momento fabuloso.”

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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