REDFORD Y NOLTE SE VAN A LAS MONTAÑAS


 

Robert Redford y Nick Nolte agarraron su mochila y se fueron a caminar por las montañas de los Apalaches, cuando ya eran viejos, en la película Viejos amigos.

“Quiero regresar a mis  raíces. Antes la gente caminaba mucho” le dice Robert  a su esposa y romper de ese modo la rutina para alejarse de las enfermedades y fallecidos jubilados amigos suyos.


Del libro Técnica alpina
de Manuel Sánchez y
Armando Altamira
(editado por Actividades Deportivas
de la Universidad Nacional Autónoma
de México, 1978)
Cumplidos los sesenta años de edad el individuo, hombre y mujer, deberíamos ser disciplinados, agarrar también la mochila e irnos a caminar al campo. Caminar por el sendero o escalar pendientes suaves y poco complicadas. ¡Y en casa subir varias veces la escalera!Con la mayor frecuencia posible, no dos o tres veces al año, que de poco o nada serviría.

No es una idea loca. Es, como diría Kant, un imperativo categórico. Es decir, una orden. Como esas órdenes que da el sargento gruñón del ejército. Hay que obedecerla, si se viste el uniforme, o el precio es el castigo de estar recluido por horas o días en una celda del cuartel.

Aquí la que ordena es la naturaleza, de la biología del humano. Desobedecerla es estar tirado en la cama del hospital. Todos llegaremos ahí pero falta ver en qué condiciones y si es a su tiempo o de manera prematura.

La senectud, la senilidad, es una categoría, una etapa, natural de la vida, como lo es la niñez, la adolescencia…

No hay que tenerle miedo a la palabra. Cierto, vamos con más frecuencia al mingitorio, y una muchacha (oh, terrible golpe al ego) se pone de pie y nos cede el asiento en el autobús…

“Existen cosas futuras y cosas pasadas” dice San Agustín, en Confesiones, refiriéndose a las cosas que están bajo el ritmo del fenómeno.

Pero otras cosas, como la fe y la voluntad, son intemporales. Por eso un cuerpo de la senectud puede ser movido por la voluntad.

“Nada existe en aislamiento”, escribió Hegel respecto de su concepción del universo concreto.

De ahí que si miramos  a un viejo, languidecer en el rincón de la casa, tanto él como su entorno, requieren de otra dinámica…

Conocí a un buen, y resistente,  alpinista que se ausentó veinte años de la montaña. Sus signos vitales acabaron por los suelos. Presión alta, colesterol casi hasta el infarto, pre diabético y tan pesado que casi desquicia la báscula. Ya sufría hasta para amarrarse las agujetas de los zapatos.

“En el dolor-escribe Jasper en su obra La filosofía-en la flaqueza, en la impotencia, nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos viviendo, nos dejamos deslizar de nuevo, olvidándonos de nosotros mismos, por la pendiente de la vida feliz.”

Con dos o tres pre infartos, anotados en su cartilla de salud, el médico le dijo, y él fue  disciplinado, que empezara por caminar la distancia de una calle. No más. ¡Cuidado con el corazón!

Varias ocasiones cruzamos, caminando con mochila al hombro, él, Raúl Pérez (guía alpino de Pachuca), otros y yo, la Sierra de las Navajas, estado de Hidalgo, México, al este de la ciudad de Pachuca, hasta la ciudad de Tulancingo, cincuenta kilómetros, a partir de la población minera de Real del Monte. Con unos diez kilómetros, en el centro del recorrido, de pronunciadas cañadas y con puntos culminantes en los tres mil metros de altitud.

Del libro Técnica Alpina
Era un tipo muy resistente y excelente escalador. Le gustaba escalar en la Región de los Frailes, en Actopan, Hidalgo, sobre todo la delicada ascensión de El Colmillo.

 ¡Y ahora sólo una calle, para no exponer el corazón que, visto en pantalla, parecía un balón redondo de grasa amarilla que apenas podía expandirse y contraerse!

¡Pero volvió! Dos calles, tres calles, una vuelta a  Viveros de Coyoacán, bicicleta de montaña, otra vez mochila al hombro, aunque ahora, por la edad, en otro ritmo y otras distancias en sus caminatas por las montañas. Las pendientes de noventa grados ahora fueron de cuarenta y cinco…

¡Volví de entre los muertos! Me comentó el invierno anterior cuando coincidimos en un campamento en el monte Tláloc. En su historial patológico había permanecido internado en uno de esos grandes hospitales de la ciudad de México que dan la impresión que uno jamás volverá a ver la calle.

Volví de entre los muertos para caminar en
los metafóricos Apalaches.
En la juventud escalamos para quemar calorías y  testosterona. Pero ya en la senectud es cosa de hacerle la guerra al anquilosamiento, al alzhéimer, a la báscula…

Jasper anota que “en plena dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y con ello la perpetua amenaza... no hay manera de acabar con el peso y la fatiga del trabajo, la vejez, la enfermedad y la muerte.”

Y todo eso aparece, prematuramente,si permanecemos en el rincón de la inactividad general.

-¿Por qué tiene que ser en la montaña?

-De viejos nos volvemos llorones, el cuerpo endeble cree necesitar muchas pastillas de la farmacia,  nos echamos encima tres suéteres y la gabardina, aun con el sol en pleno. Se necesita que nos envuelva el viento, el frío, la lluvia, el sol...

Volver a nuestras raíces, dijo Redford, antes la gente caminaba mucho...

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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