LA CUEVA DE ALTAMIRA Y EL ETERNO RETORNO
Título: El arte en la época glacial
Autor: Herbert Kühn
Editorial Fondo de Cultura Económica
Agosto 1971
En 1868 se descubre la cueva de Altamira, en una somera colina en Santillana del Mar, España. Tiene pinturas de enorme calidad artística, de la época glacial, con una antigüedad de hasta 40,000-30,000 años. Leído así, esto parece no decir algo especial. Pero, si se le observa con detenimiento, o en el contexto del siglo diecinueve, se encontrarán contradicciones que los científicos de de época no saben cómo abordar.
La lectura literal de la Biblia dice que el principio de la vida, al menos la antropomorfa, tiene unos 6 mil años. ¿De dónde salieron esos 40 mil años?
Por otra parte, el gradualismo de la teoría de Darwin dice que primero está lo sencillo y después de una larga peregrinación, lo evolucionado. ¿De dónde salieron esas pinturas propias del impresionismo, del siglo diecinueve?: “Y la base de esta teoría es el concepto de que lo primero tiene que ser lo más sencillo, y todo lo avanzado, lo complejo, ha de ser posterior”. Según esta teoría de Darwin , los dibujos deberían ser como los de un niño recién dejada la lactancia.
En el siglo diecinueve el impresionismo es una corriente artística que libra su más fiera batalla para afianzarse como lo más avanzado entre el mundo artístico de Francia. Son los mismos rasgos, que los dibujos de la cueva de Altamira, igual movimiento, idénticos colores, las luces, las sombras que quedan en el primer plano o por detrás de la figura... “Precisamente a los darvinistas, como entonces se llamaba a los defensores de la evolución, del desarrollo, no podía convencerlos la perfección artística de las figuras de Altamira”.
Pronto se encuentra la solución: las pinturas son falsas. Los impresionistas se metieron a la cueva y empezaron a pintarla. Alguien quiere vernos la cara de tontos a los especialistas. Así se declaraba en el Congreso de Antropología y Prehistoria, realizado el 11 de marzo de 1882 en Berlín. Y por varias décadas, la cueva es satanizada y se hace lo posible por olvidarla.
¡Lástima! Se hubiera tratado de la más portentosa cueva en términos de hallazgos encontrados en su interior y con la calidad ya anotada! ¡Más aun que la de otra formidable cueva, que luego se descubrirá, llamada “Lascaux” “De todas las grutas ornamentadas, la de Altamira es la más extraña y la más impresionante “.
Pero no es todo. En torno de la cueva hay dos tragedias humanas. El dueño de los terrenos donde se ubica la cueva, Marcelino Sautuola, que ha comunicado la presencia de las pinturas a los hombres de ciencia, ha pasado como un mentiroso. El Congreso que sentenció que las pinturas eran apócrifas, lo declaró tácitamente como un embustero. Lo que esto pesó a lo largo de toda su vida (murió 20 años después del descubrimiento) lo encontramos en que sus ultimas palabras fueron pronunciadas para decir que las pinturas eran autenticas, que él no era ningún mentiroso.
Edouardo Harlé, fue tal vez el principal impugnador de la veracidad de las pinturas de Altamira. Era ingeniero de puentes y caminos. Como se encontraba con frecuencia figurillas labradas y tiestos con pinturas antiguas, en los terrenos que removía en el campo, llegó a ser un gran aficionado a la antropología. De esta manera influyó en hombres de ciencia que tampoco creían en la antigüedad tan remota de las pinturas. ¡El planeta seguía teniendo 6 mil años!
En las décadas siguientes otras cuevas fueron descubiertas en la región de los altos Pirineos. En su interior se encontraron pinturas que correspondían al estilo de las de Altamira. La autenticidad de ésta por fin estaba fuera de duda, pero había sido tan satanizada en aquel Congreso de Berlín que nadie se atrevía a mencionarla.
El abad Jesús Carballo, que después sería el encargado oficial de la cueva de Altamira y director del Museo Prehistórico de Santander, le repetiría en cierta ocasión a Herbert Kühn, el autor de este libro al que nos estamos refiriendo, las palabras que Edouardo Harlé le comunicara: “Querido amigo, ha pasado un cuarto de siglo desde mi equivocación de 1880, y no puede olvidarla; continuamente me asalta el recuerdo de lo que hice. Es como una mancha sobre mí y sobre mi carrera científica. Y esa mancha es imborrable”
Tampoco Harlé fue del todo responsable. El culpable fue el espíritu de la época. Hay descubrimientos que se adelantan a su tiempo y no se les comprende. Así es la ciencia. Uno de los requisitos del método científico es la duda, y el que le sigue es la comprobación. Y todo esto requiere tiempo. Además que la ciencia necesita desarrollar sus herramientas de trabajo. No hay que olvidar que sería hasta 1949 cuando E. Libby haría el descubrimiento del isótopo llamado C 14.
Como sea, lo sorprendente aquí es que fueron los hombres de ciencia los que se opusieron en un principio “Son los investigadores mismos, no son cualesquiera ignorantes, los que se alzan contra este descubrimiento, y eso es grave, lo que será difícil de comprender a las generaciones siguientes”
Pero los antropólogos no son los únicos metidos en este “espíritu de la época”. Lo está toda la sociedad. Los pensadores debaten fuerte cuestiones tales como que la historia es lineal o es circular.
En geología esto está fuera de dudas. Mientras arriba las montañas se hacen viejas, allá abajo ya están dadas las condiciones para volver otra vez al principio...
Casi un siglo más tarde el filósofo español Julián Marías sostiene que nada se repite “Por negativo que sea el presente, por logrado que haya sido un momento del pretérito, jamás éste volverá a vivir” ( “La justicia social y otras justicias”,Colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid,1974).
Pero una obra muy conocida de Nietzsche hasta se llama “El eterno retorno”, Y, al menos en lo que se refiere a las pinturas de la cueva de Altamira, hubo un retorno después de 30 mil años. Este fue el estilo en pintura llamado impresionismo.
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Justificación de la página
La idea es escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
esta muy bien y muy bonito :)
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