Graham Greene y El décimo hombre

El décimo hombre es la historia del hombre que compró su vida. Y que después tuvo que ofrendarla para poder recuperar su alma.

En una cárcel alemana durante la segunda guerra mundial había treinta prisioneros. De cada diez  uno tenía que morir. Se le saca de la celda y es ejecutado. En esta ocasión tres deben morir.

Pero los alemanes no entraban y sacaban arbitrariamente al primero que agarraban. Dejaban que los prisioneros decidieran entre ellos (el decimatio romano). Más era claro que nadie s e iba a ofrecer de voluntario para morir. Entonces los prisioneros  buscaron un método que decidiera de manera imparcial. Nueve papelitos en blanco y uno con una cruz.

Graham Greene, gran novelista inglés, es en realidad, para el que conoce su obra literaria,  teólogo y filósofo,  que novelista. Trata de ver y mostrarnos una armonía que trasciende más allá de la causalidad que tenemos frente a nuestras narices. Concretamente en esta novela nos recuerda el problema de la culpa en Aristóteles.
Treinta papelitos y solamente tres tienen una pequeña cruz.28 ya han sido consultados y sólo quedan dos.

Dos prisioneros ya están marcados por la fatalidad. Falta uno. Jean- Louis Charlot coge uno de los papelitos. Se arrepiente y agarra el otro. Y ese otro es el que tiene la señal de muerte. Grita y dice que no está de acuerdo con ese estúpido modo de escoger a los que van al paredón. Además, remarca, él es un hombre rico y no puede morir. Es inútil, le dicen los otros dos sentenciados, vente para acá.

Charlot está en la disyuntiva de morir rico o, quizá, se le ocurre, de vivir pobre. Nada extraño. En la sociedad de todos los días muchos mueren ricos cuando pobres pudieron seguir viviendo. Él se decide. Quiere seguir viviendo. En la desesperación ofrece  toda su  fortuna, dinero y propiedades para el que quiera morir en su lugar. A los alemanes sólo les importa el número, no el nombre.

Michel Janvier  se ofrece. Es un hombre pobre, con una madre ya vieja y una hermana joven que viven en Paris. Su muerte, piensa para sí, sacará su familia de la miseria. Siempre quiso ofrecerles una vida mejor y ahora  tiene frente a él la oportunidad que buscaba. Varios de los presos, entre ellos un alcalde, redactan una especie de testamento o cesión de derechos y lo firman con testigos. Cuando llegan los alemanes Janvier va al paredón y Charlot salva la vida. Ha triunfado. Pronto va a descubrir que no todos los que cantan victoria ganan. La cuestión es esta: ha mandado a un hombre al paredón.

Desde ese día Charlot vive sin poder apartar de su mente el enorme desbalance  que tuvo lugar su vida en la prisión. Janvier  hizo un supremo esfuerzo de amor por su familia, al grado de ofrecer su  vida y, en cambio él… ¿Cómo encontrar su lugar? Al término de la guerra se aparta de todos porque siente su rechazo.

Hay una enorme necesidad y las calles de las ciudades están llenas de hombres que deambulan en busca de trabajo. Charlot ahora conoce  lo que es el hambre y la desesperanza. Un día, lleno de curiosidad y nostalgia, va a  la casa donde él era amo y señor y desde niño jugaba feliz. Sin ánimo de molestar ni tocar la puerta trata de atisbar hacia el interior. Pero la puerta se abre  y aparece una joven y bella muchacha. Se llama Thérese Mangeot. Es la dueña, hermana de Michel Janvier. Al ver el aspecto de aquel vagabundo le dice que le puede ofrecer  algo de dinero porque los víveres están escasos.

Charlot se da la vuelta para alejarse antes de que las lágrimas afloren a sus ojos. La muchacha entiende le extrema pobreza del hombre (desde luego ignora que era el antiguo dueño de aquella casa) y, conmovida, le ofrece  trabajo de sirviente en su casa. Después de todo son dos mujeres solas, y casi extrañas en el pueblo, pues habían llegado de París. Charlot acepta más bien por recorrer los lugares de aquel hogar de su juventud.
Como Graham Greene escribió varios guiones para el cine, de género de espionaje, entre ellos El tercer hombre, nos hace creer, con la técnica de la novela policíaca, que todo apunta hacia un romance entre Thérese Mangeot y Charlot.

Sigue una serie de acontecimientos con un chantajista y asesino que un día s e presenta en la casa de Thérese diciendo que él es Charlot. Aduciendo a un decreto que dice que los bienes enajenados durante la guerra no pueden ser trasferidos a otra persona, el impostor, que se llama Carosse, quiere quedarse con la casa, la fortuna de Thérese y con la muchacha misma.

Al final, en el forcejeo para salvar a Thérese, Charlot, el verdadero Charlot, recibe un balazo de  Carosse  y muere. El impostor sale huyendo pues la policía ya desde antes le sigue los pasos y no vuelve más por esos lugares.

Así, Charlot alivia su conciencia de haber enviado a un hombre  al paredón en la cárcel alemana. Y sobre todo ayuda a dar cumplimiento total a la intención de Janvier, procurándole  felicidad a su hermana Thérese.
De esa manera los acontecimientos, deshilvanados en apariencia que suceden en estas vidas de la novela, y en realidad en la vida de todos, nos dicen que existe  una armonía  que la causalidad frente a nuestras  narices no nos deja ver.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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