CARL JUNG EN LA HISTORIA DEL ALCOHOLISMO



Libro AA llega a la mayoría de edad

Jung ni siquiera se dio cuenta que fue pieza clave en la historia del  movimiento que ha salvado a muchos de la patología del alcoholismo.

Es en realidad una antiquísima labor filosófica  de los griegos pero trasladada al terreno de la psicología del siglo veinte. Cirenaicos= hedonistas, estoicos= disciplinados y, al final, Anaxágoras, impotente de encontrar la solución, recurriendo por vez primera, documentada, al deus ex machina. Es la ruta de la cultura occidental.

Hubo una vez, como en los relatos fantásticos, allá por el primer tercio del siglo veinte (no se conserva  la fecha exacta), que un hombre rico, pero muy borracho, fue a ver al Dr. Jung, en la ciudad de Zúrich, Suiza, para que le ayudara contra el habito de embriagarse. Ya los días de poder, vino, rosas y mujeres, habían sido  seguidos por amaneceres propios de la Casa de Usher.

Había visitado a otros psiquiatras pero él seguía bebiendo. Ya tenía la suficiente información que arrastraba  una carga muy pesada de narcisismo. Le dijeron que Jung era de los mejores médicos y se puso en tratamiento.

Pero después de algún tiempo seguía bebiendo. Con toda honradez Jung dio por terminado el asunto, diciéndole que  ya había puesto todos los recursos de su saber  y que no volverían a verse más. Desesperado el borracho exclamó, preguntó, ¿cómo era posible que eso le sucediera si él era un hombre de fe. 
Las últimas palabras de Jung fueron”Si es un hombre de fe, aférrese a ello.”

De haberse tratado de un psiquiatra  epistémico, laico y ortodoxo, como era la situación que corría en la psiquiatría en esa época en Europa, no sólo lo hubiera corrido a patadas de su consultorio sino que le habría puesto una camisa de fuerza y enviado al manicomio, por creer en esas cosas ilógicas.

 Enfrentado a su aporía, a su alcoholismo sin solución, no obstante, el borracho no olvidó las palabras de Jung: “Aférrese a su fe”.

Jung no volvió a saber nada de este borracho. Fue como un grito desgarrador que se pierde en la noche, como una borla que se lleva el viento.

Muchos años después, cuando el movimiento de Alcohólicos Anónimos se había consolidado y se extendía por toda la Unión Americana y más allá de sus fronteras, Bill W, uno de sus fundadores, le escribió a Jung. Refiriéndose a aquel borracho le dio las gracias por lo que ello significó en el arranque del movimiento para alejarse de la enfermedad del alcoholismo. Por la respuesta Bill W. se dio cuenta que muy vagamente Jung recordaba al borracho motivo de la carta.

De alguna manera aquel borracho, del que ni siquiera se ha conservado el nombre, se dio cuenta que la Iglesia no era un museo sino una especie de hospital al que acude la gente para buscar  llevar una vida de mejor calidad, según el caso personal de cada quien.

Puede llevar ese camino de calidad por el camino de la ciencia médica, y de la ética filosófica, laica, que son asuntos muy de la fenomenología, pero si la botella es más fuerte que la ética…¡kaput!

Se infiere que las escuetas palabras de Jung lo llevaron hacia las regiones donde la conducta  tiene que rendir la plaza. Y  empieza a restablecer puentes que antes su solipsismo había destruido. Como haya sido, dejó de beber.

Este borracho le platicó su experiencia a otro alcohólico, al cual se le conoce como “Ebby, que  también dejó de beber. Pero no por otra cuestión sino porque habían hecho el  trascendental descubrimiento, propio, empírico, que al  hablar dos alcohólicos, sin que medie bebida de por medio, dejan de beber.

“Ebby” tenía un amigo, de los tiempos de la escuela, con el que se emborrachaba. Se llamaba Bill W. Supo que Bill estaba metido hasta el cuello en problemas de alcoholismo y, dice la historia, un día le habló por teléfono (se conserva la foto de la cabina de dicho teléfono). Le preguntó si podían platicar.

“En este sitio del salón del Hotel Mayflower en Akron, se tomó la decisión histórica para el futuro de A.A. Aquí uno de los cofundadores rechazó la idea de tomarse una copa y prefirió hacer una llamada telefónica que lo condujo al otro cofundador, y de ahí a la gran cadena de recuperación que se ha extendido por todo el mundo”

Unos meses antes Bill había caído hasta lo más hondo imaginable del alcoholismo. Después de relatar como amanecía tirado en la calle, cerca de su casa, recordaría más tarde.”Volvía a beber, una, dos, tres botellas diarias de ginebra casera. Yo no podía parar y lo sabía.” Los que lo veían tomar de esa manera  le preguntaban: está usted loco, y él contestaba, desafiante: “Sí, lo estoy.”

 Bill aceptó gustoso de volver a platicar con su amigo que hacía años que no veía. Con la desconfianza que su amigo ahora fuera uno de esos afanosos lectores de la Biblia que van por el mundo anunciando que mañana se acabará todo.

Recuerda:”yo había sido educado en una maravillosa facultad de ingeniería donde había obtenido la impresión de que el hombre era Dios”. Para su alivio “Ebby” no hizo nada de eso. Sólo platico un rato, habló de su antigua vida de alcohólico y regreso a Nueva York. El resultado fue que  Bill también dejó de beber, con sólo platicar sin la botella.

La primera reflexión que Bill se hizo del asunto fue esta: “Ebby” se tomó la molestia de hablar por teléfono y luego viajar desde Nueva York hasta mi casa en Brooklyn. Todo eso requirió de su parte gastar tiempo y  dinero. Fue la primera vez que Bill, que había sido corredor de bolsa, tuvo la conciencia que el dinero y la espiritualidad pueden convivir “en el sombrero”.

Luego la historia de AA arranca de manera decisiva cuando el propio Bill decide buscar a otro alcohólico, un médico al que se conoce como “Dr. Bob”. A regañadientes éste aceptó platicar con Bill. Porque platicar significaba dejar de beber aunque fuera por media hora. Pensó “sólo estaré unos minutos y buscaré dar por terminada la plática”.

 Cuando Bill s e marchó de la casa del Dr. Bob se había hecho de noche y las horas habían trascurrido sin apenas darse cuenta. También  dejó de beber. Así empezó esta historia, que se empeña por no ser historia, y sí permanecer  por siempre anónima.

En la realidad este movimiento no arrancó de cero. El pueblo norteamericano tiene a  William James, gran pensador, al que se le ubica tanto en la filosofía como en la psiquiatría, y que de alguna manera su obra rebota por todos los rincones de Estados Unidos y del mundo y, de lejos o de cerca, fue permeando el panorama cultural de Norteamérica. Cuando salta el nombre  de Carl  Jung, y su labor psiquiátrica, no resulta de todo ajeno.

 Y lo que interesa para nuestro relato es que James, como Jung, no era un psiquiatra epistémico ortodoxo. Su obra, muy conocida, lleva por título Variedades de la experiencia religiosa.

Sin embargo, tratándose de la salvación de la patología del alcoholismo, no toda cura  es en automático, como en la fenomenología, a la que una causa sigue un efecto y luego éste en  otra causa que va a provocar otro efecto. Lo lógico es  que en el alcoholismo se muere de alcoholismo. Lo ilógico es que se  evada ese desastroso final.

Aquí también hay una especie de determinismo con el que  los griegos de la antigüedad socrática ya se habían enfrentado. ¿Por qué unos son virtuosos y otros nacen provistos de colmillos con su bolsa de veneno? ¿Quién reparte esas inclinaciones? En el caso del alcoholismo sólo uno, de mil, se queda en AA.

Por eso se piensa que aquí también  la causalidad se rompe para dar paso a lo aleatorio. Dicho con una metáfora, AA es como una panadería. Se necesita que la masa esté en su punto para hacer el pastel. En la medida que el individuo se aleje de su solipsismo tendrá lugar el milagro…
 
Carl Jung

“Carl Gustav Jung (AFI: ˈkarl ˈgʊstaf ˈjʊŋ) (26 de julio de 1875, Kesswil, cantón de Turgovia, Suiza - 6 de junio de 1961, Küsnacht, cantón de Zúrich, id.) fue un médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis; posteriormente, fundador de la escuela de psicología analítica, también llamada psicología de los complejos y psicología profunda.”










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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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