TACITO Y LA SOLEDAD DEL ESCRITOR


Los escritores no saben por qué escriben. ¿Por qué inventan cosas y situaciones? Hay N cantidad de explicaciones: por ego, por necesidad material, por ociosidad… Los policías y los psiquiatras andan tras los que escriben. Los primeros por obvias razones y los segundos para entregarles su tarjeta con el domicilio de su consultorio...

Los afortunados son los periodistas. Saben lo que quieren y lo que hacen. Describen hechos. Como los arqueólogos. A través de increíble dinamismo, de literalmente ir corriendo de un lado a otro de la ciudad, van describiendo situaciones que otros no pueden ver, descubrir  ni describir.
Graham Greene construyendo mundos imaginarios.

Pero hasta ahí. Como a los arqueólogos, a los periodistas no les es dado modificar un ápice. Están para describir e interpretar, no para crear.

El que escribe poesía o novelas es otro. Ni más allá ni más acá. Sólo es otro. Hemingway evoca ( en La creación de una novela) a un tipo que, al parecer, está en la plena ociosidad. Parado frente a una ventana, inmóvil, con la mirada perdida. Ajeno al mundo que lo rodea y solitario entre la multitud. Está imaginando situaciones que no existen y diálogos que nadie ha dicho.

Ya con la pluma de ganso, lápiz o frente a la computadora, se da cuenta que no es fácil describir lo que pensó. La ortografía, la sintaxis… Hemingway confiesa, no sin rubor, que hasta recordar el abecedario en ocasiones se le dificultaba. Las ideas no son fáciles de aprehender. Algunas se fueron para jamás volver. Y más que las ideas, la emoción con que imaginó esas ideas. ¿Cómo pasar al papel esas emociones?
G. Santayana relatando su mundo espiritual.

Para que las ideas no vuelvan a escapar  toma nota entre el ruido de la cháchara de los demás. Pero, para darle coherencia a esas notas requiere apartarse. Irse a la soledad física. En ocasiones bastan dos meses  y en otras  pasan lustros y hasta décadas para que ese escrito salga de la imprenta. Muchos escritos nunca saldrán. A I.Wallace le llevó quince años escribir y publicar El premio Nobel.

¿Y todo para qué?, vuelve la pregunta. Bueno, ya tengo mi libro ¿y ahora qué? ¿Habrá quien quiera leerlo? Para ello será necesario darlo a conocer, presentarlo. Hemingway, que en la realidad vendió millones de ejemplares de sus novelas, confiesa que no era primordial mente eso lo que buscaba al escribir. Lo que quería sobre todo era que alguien leyera sus libros, aunque fuera un solo lector:

“No tengo idea si, dentro de cincuenta años, habrá alguien que quiera leer un libro mío, pero sí tengo una idea  bastante precisa de lo que me obliga a seguir escribiendo. Es el deseo de contar con cien lectores contemporáneos, contra diez lectores dentro de diez años, y un lector dentro de cien. Siempre he creído que esta  debería ser la ambición de un escritor.”
A la soledad hay que apartarse

Hace dos mil años Tácito, senador romano e historiador, meditaba (Dialogo sobre los oradores) de manera parecida a como Hemingway lo haría. Dice C. Cornelio Tácito: “cuando durante todo un año, a lo largo de todos los días y en gran parte de las noches ha labrado y trabajado cuidadosamente un libro, sea obligado además a rogar y solicitar para que haya quienes  se dignen oírlo. Y ni eso siquiera gratuitamente, pues pide prestada  una casa y dispone el auditorio y alquila bancos  y distribuye programas. Y aunque el éxito más feliz acompañe su recitación, todo aquel elogio en uno o dos días, como arrancado en retoño o en flor, no llega a ningún fruto cierto y sazonado. Ni recoge de ahí amistad o clientela o reconocimiento que permanezca en el ánimo, de nadie sino una aclamación vaga y voces imanes y un gozo fugaz…

No sólo eso, sino que: “si quiere  elaborar y acabar algo en verdad digno, deben abandonarse por los poetas  el trato de los amigos y el encanto de la urbe .Deben dejarse las demás obligaciones y, como ellos mismos dicen, a los bosques y a las selvas, esto es, a la soledad hay que apartarse.”
 
Tácito

“Cornelio Tácito (en latín: Cornelius Tacitus; c. 55120) fue un historiador, senador, cónsul y gobernador del Imperio romano.”
























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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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