LA PIEDRA INFERNAL DE MALCOM LOWRY


Era un hombre que se creía barco y otras veces una banda de jazz. Se llamaba Bill Plantagenet pero también se llamaba Lawhill o Lowry. Temporalmente estaba encerrado en un manicomio, al que le tenía miedo, pero más miedo tenía de salir al otro manicomio. Por las noches dormía en una sala oscura, en posición fetal.

En su novela Piedra Infernal Malcom Lowry, o su alter ego, Plantagenet, está recluido en un manicomio donde algunos enfermos han logrado escapar a la tortura de la conciencia por medio del recurso de la locura: “Cuando la locura le llegara a un hombre, la mente  no supiera que se trataba de un alivio.”

En sus deshilvanados diálogos con otros internados aparecen las imágenes del mar. Son los dos escenarios reales desde los que Lowry escribe sus obras: alcoholismo y su larga experiencia de marinero.
Malcom Lowry

En su prólogo Conrad Knickerbocker anota que el autor presentó su examen, de grado en Letras Inglesas, en Cambridge, pero para entonces: “Ya a la edad de veintisiete años era un navegante veterano que había surcado los mares alrededor del mundo en calidad de ayudante del contramaestre de un barco carguero.”

 En esta novela Lowry nos describe el lugar sin esperanza, sin pasado ni futuro, ni siquiera sin amanecer ni tarde, que se vive en un manicomio. Apenas  un presente fugaz de ese día. Como el disparo de un flash de la cámara fotográfica. Y luego otra vez la oscuridad.

Injusticias materiales  y privaciones afectivas  hay en ese manicomio. Pero también un tesonero empeño por parte de los médicos tratando de curarlos a fin de que se reintegren al mundo de los normales. Unos normales que a ellos los habían vuelto locos.

¿Para qué curarlos- le pregunta Plantagenet al médico-y regresarlos a un mundo malvado en el que volverán a ser destrozados?

¿Por qué mejor no curar al solipsismo de los de  “allá” afuera para que no sigan haciendo daño? En la carrera narcisista por ganar la prosperidad material se han olvidado  del progreso cultural.

A diferencia de los otros, Plantagenet está internado sólo temporalmente. Cuando sale se reintegra a lo que es su vida, los bares. Mejor dicho, busca lo que fue su tiempo nonato. El fondo oscuro de un bar, donde se duerme en posición fetal.

Tal vez esperando que el cordón umbilical se le enredara en derredor del cuello y morir asfixiado, como dicen que Lowry murió “de asfixia accidental”, en Ripe, una pequeña aldea de Sussex, Inglaterra, el 27 de junio de 1957, a los 48 años de edad.

Lowry amó a México como difícilmente podemos siquiera imaginar los mexicanos. Conoció de cerca su alegría, sus colores, su sol, su Popocatepetl, su valentía para defender su vocación de gente libre. Sus grandes valores religiosos y filosóficos, su deslumbrante cultura y tecnología indígena mesoamericana. Conoció su simbólico sarape jalisciense  que cobija a los perseguidos del mundo. Y también conoció la infinita corrupción del México de su tiempo.

Pero al final, como buen inglés, regresó a su Inglaterra nutricia, a morir en ella, encogido, en posición fetal. Una de sus frases dice: “Suaves como palomas, los pensamientos vuelan de vuelta a casa.”

En el manicomio el médico que lo atiende gusta de platicar con Plantagenet porque encuentra que no es como los otros internados. Si la vida hubiera sido más larga para Lowry esta novela corta, la Piedra Infernal, habría conocido otras proporciones de muchas cuartillas llenas de material filosófico vivido en las calles de Cuernavaca o tal vez de Oaxaca.

Hasta donde la vida le dio tiempo para escribirla, él  conservaba este manuscrito como “obra en proceso”.

Pero Plantagenet-Lowry-Lawhill lo que encontraba  cada mañana, al asomarse por la ventana de su casa de Cuernavaca, era el Popocatepetl. Lo  observaba con éxtasis en tanto apuraba, con mano temblorosa, un vaso de mezcal, diciendo: “¿Qué belleza se puede comparar al de una cantina en las primera horas de la mañana?”

Y  por la tarde, ya envuelto el volcán  con el sol poniente, volvía a contemplarlo  y escribía: “Su tiempo para prepararse a pensar, la única esperanza es el próximo trago.”

“Malcom Lowry Fue educado en la Leys School y en St. Catharine's College, Cambridge. Al tiempo de su graduación en 1931, las obsesiones gemelas del alcohol y la literatura que dominarían su vida ya tenían un puesto firme. Lowry ya había viajado bastante, había navegado al lejano oriente y a los Estados Unidos y Alemania. Después de Cambridge, Lowry vivió brevemente en Londres, donde conoció a Dylan Thomas, entre otros. Después de esto se mudó a Francia, donde se casó con su primera esposa, la ex estrella de Hollywood Jan Gabrial en 1934. Esta fue una unión turbulenta y, después de una ruptura, Lowry la siguió a Nueva York (donde él ingresó al Hospital Bellevue en 1936 debido al alcohol) y luego a Hollywood, donde comenzó a escribir guiones para la pantalla.”













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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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