CICERÓN, COLOR EN EL SEMÁFORO


 

Avanzar o detenerse en la esquina de la calle según marca el semáforo.

Kant, y sobre todo Fichte, hablan de la conciencia como una  especie de semáforo que da luz verde, o que nos marca el alto, en todos los momentos de nuestra vida.

El asunto es: quién maneja ese semáforo: “¿En dónde estará, pues, la virtud-se pregunta Cicerón-, si nada depende de nosotros?”

Cicerón piensa que mediante la lectura, cultural, se puede encontrar una buena guía para normar nuestro juicio. Distinguir entre la virtud, que los griegos identificaban con las actitudes positivas para la sociedad, y el error, su contraparte.
¿Pero, cómo distinguir entre una cuestión y otra?, se pregunta en su obra Cuestiones académicas.

La lectura y el conocimiento por sí mismos no son garantía de virtud. Lo dicen los medios que sin cesar los jueces expiden ordenes de averiguaciones previas para investigar tanto a ciudadanos que hasta entonces eran anónimos, como a personajes de la política,  de la Academia, miembros de la realeza y hasta príncipes de la Iglesia.

El saber,  el palacio, la universidad laica, y en parte los seminarios de religiosos, no son fábrica de boy scouts que garantice la acción buena del día, “el diablo mete la cola en todas partes”.

Como sea, la conciencia y la lectura de los clásicos, el Humanismo, el Laicismo cultural,  harían lo que Cicerón llama el principio regulador, un metafórico semáforo. Siempre habrá quién se pase la luz roja, pero serán los menos.

Como contrario, a ese principio regulador, lo conocen bien las personas que manejan vehículos, cuando el semáforo de la esquina se descompone. Todo queda al juego libre, se lucha por pasar primero y pronto el caos deja a todos bloqueados. Muchos gritos, juramentos de carretonero, recordatorios del día de las madres, muchos bocinazos, pero nadie avanza.

En este país  pocos lugares sus habitantes, que manejan,  actúan con tanta propiedad como en la ciudad de Xalapa, Veracruz, donde impera la cultura vehicular del “uno X uno”. Pasa el de acá, sigue el de allá perpendicular y le toca al de acá... En las ciudades del Altiplano pasarán mil años y todavía estarán lejos del “uno X uno”.


Marco Tulio Cicerón  nació el año 106 y murió en el 43, todavía de los “tiempos paganos” europeos. Fue jurisconsulto tan adelantado que ya a los dieciséis años de edad vestía la toga viril. Fue autor de numerosos escritos, de los que se conservan pocos, pues acabaron perdidos en el tiempo y por el odio.

De educación tan cuidada que conoció la filosofía de los grandes griegos y de los ilustres latinos, algunos contemporáneos suyos, con los que sostiene reuniones en las que se comunican ideas en la casa de su amigo M. Varrón, en la ciudad de Cumas.

Dueño de una sensibilidad  tal, Cicerón se  hace  preguntas sobre la vida. Algunos de sus contemporáneos lo recuerdan como un (orador) pensador vigoroso y a la vez presa de debilidades de ánimo.

De algún modo se le implicaría como uno de los conspiradores que asesinaron a Julio Cesar y acabaría, a su vez, asesinado, con la cabeza cercenada y la lengua atravesada con una aguja.

Con una percepción muy desarrollada por el ejercicio de su profesión que  llevó en el Senado, de la república romana, y por sus luces culturales, Cicerón no era ajeno a la tormenta que se levantaba en el horizonte.

Colocado en el centro de sus dioses penates, y de los vientos de la divinidad en singular que llegaban ya del extremo oriente del Mediterráneo, s e preguntaba, le preguntaba a sus amigos filósofos:

 “Sí, como pretenden, Dios creó al mundo, para nosotros, ¿por qué puso  en él tantas serpientes y víboras?”

Más la vida debe tener algún sentido, un orden, un fin ennoblecedor, pero ¿cómo descubrir esa intención en medio de tanto ruido, valores esenciales revueltos con naturalezas viles?

Un semáforo regulador que nos permita llegar al buen fin que nos propusimos al comenzar este día. No sabemos quién regule ese semáforo pero de seguro que tiene el propósito de facilitarnos las cosas. Se pregunta:

“¿En qué consiste este principio regulador de lo verdadero y lo falso, sino tenemos noción alguna ni de lo uno ni de lo otro, por lo mismo que no podemos establecer entre la verdad y la falsedad ninguna  diferencia?”

Cicerón no es profeta del desastre sino uno de los grandes hombres de un imperio que en esos días todavía era la mayor luz intelectual (como heredera de la Hélade) y la fuerza guerrera más poderosa del (aquel) mundo.

Y se apresura a regresar al terreno de la esperanza:

“Dudar de algunas de estas cuestiones, y no creer en ellas con inquebrantable fe, sería alejarse muchísimo de la sabiduría.”

En reunión prolongada en la casa de su amigo M. Varrón, y demás filósofos, Cicerón se da cuenta que la metáfora del día se acaba y la noche llega ya. Como( los filósofos con sus teorías)   los novelistas que se pasaron treinta años de su vida escribiendo una novela que no podrán ver terminada, y por lo mismo temas sustantivos quedarán en el aire.

Cicerón se despide con estas palabras, en la confianza que, pase lo que pase, la vida posee lo que él llama el principio regulador porque, ese principio regulador ya estaba antes que él y seguirá cuando él se haya ido: 
“Pero como el marinero me hace señas, y el susurro del favonio me está indicando  que ya es hora de embarcar, creo que debo poner fin  a mi discurso, que ya ha durado lo bastante. Si alguna otra vez volvemos a investigar estos asuntos, discutiremos preferentemente acerca de las divergencias de tantos hombres ilustres, de la oscuridad de la naturaleza,  del error de muchos filósofos que defienden, acerca del bien y del mal, doctrinas diametralmente opuestas y que, a pesar de su celebridad, se destruyen mutuamente, ya que la verdad….”

 
CICERÓN

“Marco Tulio Cicerón, en latín Marcus Tullius Cicero1 (pronunciado ['mar.kʊs 'tul.liʊs ˈkɪkɛroː]), (Arpino, 3 de enero de 106 a. C. - Formia, 7 de diciembre de 43 a. C.) fue un jurista, político, filósofo, escritor y orador romano. Es considerado uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República romana.WIKIPEDIA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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