LA MUERTE EN LA MONTAÑA

                        


 Los fundamentos del mundo moderno”, Romano y Teneti, Editorial Siglo XXI, México, 1971 

A los santos se les recuerda en las iglesias, a los héroes en los museos, a los deportistas en los salones de la fama y  a los escritores en las bibliotecas. Todos persiguen la inmortalidad más allá de la muerte. Aunque estén convencidos que con la muerte acaba todo. “Me cuesta trabajo desprenderme de mi yo” dijo Woody Allen en una película.

La muerte como parte de la vida está presente en todos pero no significa lo mismo para todos. Muchos ni siquiera se han puesto a pensar que van a morir. Para otros el pensamiento de la muerte está de manera omnipresente cada día de su vida. Tal es el caso de los escaladores, los toreros, los militares, los bomberos, los lava ventanas, los mineros, los que manejan, etc.

El escéptico de los tiempos modernos cobra conciencia de la muerte con el protestantismo. Es al acercarse los tiempos del cristianismo liberal, con su cauda de individualismo, que se empieza a pensar en la muerte como una esencia personalizada: “El nuevo sentido de la muerte no puede encerrarse en la óptica cristiana, porque ya no es abstracta  ni se limita a las dolorosas comprobaciones de la época y constituye una de las notas más características de su individualismo”, encontramos en la obra citada.
También entonces se cae, como lo haría Macario en el cuento de Traven, en el error de decir que la Muerte es “democrática” y “agarra parejo”. En realidad se lleva por delante a los pobres y desnutridos. Espiritual o laica, la Muerte es siempre  un tanto del bando de la aristocracia. A los bien nutridos los deja para después.

Como sea, ahora existen dos muertes. La de los cristianos, para los que la muerte es un requisito para entrar a otra vida. Y la muerte terrenal, terminal, laicizada. Y este tema, que parece ocioso,  es nada menos que  la gran  señal que en la cultura occidental ya no se piensa sólo como cristiano si no también como “laico”.  

Por fin el pensamiento secular, filosófico o terrenal, se decide a manifestarse abiertamente y a argumentar, y proponer. Hacía un poco más de mil años (estamos hablando del siglo catorce) que los platicadores griegos habían callado: “En el íntimo reducto de las propias convicciones, donde el dogma debería reinar sin conflictos, el hombre piensa ya en sí mismo en cuanto hombre, no ya sólo como cristiano”.

Diosa Toci (nuestra abuela), deidad mexica que representa la vida y la muerte.



 Si bien, también habrá cambios profundos que caerán algunos en el campo de la medicina. Los cristianos cantan en el Circo Romano ante el espectáculo de la muerte inmediata frente al hocico de los leones. Piensan y creen con la más pura y absoluta fe  en las palabras de Jesús que le dijera al “buen ladrón”: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. No hay prueba de fuego más inobjetable que esa.
 Estoicos, dirían los griegos.

En cambio la muerte laicizada de los no creyentes hace pensar en el amor por la existencia terrenal.
 Epicúreos, dirían los griegos.

Pero a esto seguirá la angustia por dejar esta vida tan sabrosa y llena de colorido donde el epicureismo es apenas la puerta de entrada a un mundo de infinitas posibilidades. Y si hay angustia, dice la medicina,  el proceso de morir se acelera.

Pero si ahora hay dos tipos de muerte también hay dos tipos de glorias. Una espiritual para los santos religiosos y otra, laica,  para el héroe. El héroe siempre existió y lo conocemos por lo menos desde los tiempos homéricos. Los héroes fueron marcando hitos en la historia y en la leyenda de los grandes imperios cuando ascendían o, incluso, al derrumbarse. Como Eneas, El Cid  y Cuauhtemoc.

 Y ahí está el caso de Eneas, el héroe de la reconstrucción o éxodo, del pueblo troyano. O el de Héctor. Entre nosotros sería Cuahutemoc en la defensa  de México- Tenochtitlán.
 Sus hazañas les hacían merecedores a la fama, también llamada “gloria”. Se trataba de tiempos paganos, es decir, no cristianos. Por lo mismo no alcanzaban el cielo o la gloria espiritual. Su “gloria” era terrenal: “En efecto, al afirmar la función ético-social del mito de la gloria dieron a la cultura en sí misma una función autónoma, sustancial y constitutiva dentro de la sociedad terrena”.



Mictlantecutli dios mexica  de la muerte(códice Borbónico  10)

Este tipo de gloria se usa mucho en los tiempos actuales entre los deportistas. En ocasiones a esta se le llama “fama”. Es común escuchar: “Hugo Sánchez alcanzó la fama” o “El Conejo Pérez alcanzó la gloria al meter dos goles” o “Carlos Carsolio se cubrió de fama al subir los ocho mil” o “Revilla se llenó de gloria al trazar la primera de la norte de Las Goteras y  entró por esa escalada al Salón de la Fama” de la CODEME (Confederación Deportiva mexicana).

Si bien, en el cristianismo el que alcanza la gloria del cielo es el más humilde. En cambio el héroe laico, ya sea futbolista o guerrero, es casi siempre un aristócrata. Este es el coraje que sentía Nietzsche. Después de todo el religioso (de cualquier religión) va a ganar la gloria eterna a base de humildad. En cambio el campeón nietzscheano tendrá que hacerlo con la espada en la mano (ahora con la mano en la computadora del cuartel para accionar los misiles) y para ello derramará una gran dosis de adrenalina y, algunos, serán poseedores de un gran ego. Y aun así, hay el riesgo de ser olvidado apenas diez años después de su muerte.En Hamlet, Shakespeare dice que, al morir, nos convertimos en barro: "Barro que no es suficiente para tapar la rendija por donde el viento se mete a la choza del labriego".

Ante esta fama tan efímera, se buscó prolongar su recuerdo en la memoria de los humanos. La Iglesia no olvida. Después de dos mil años sigue recordando cada año, en Circo Romano mismo, a sus mártires. Pero. ¿Y los héroes laicos? ¿Quién los recuerda?. Bueno, así fue como empezaron las bellas manifestaciones humanísticas con su tradición oral, sus estatuas ecuestres de bronce del Paseo de la Reforma de México, las obras de arte en piedra o en mármol y las deslumbrantes figuras sobre los lienzos de los pintores.

A eso se debe que, para no olvidar a los héroes,  tenemos una formidable estatua de Cuahutemoc en el Paseo de la Reforma e Insurgentes, la estatua de Churchill para los de la colonia Polanco y a Frida Kahlo en los lienzos de Diego Rivera. Y la tradición oral, muy a lo Homero, ¿dónde quedó? En la poesía o en la música.                                           

Y, para que todo esto no se pierda en el vaivén de la vida de los pueblos, están los museos - casa de los héroes, en las iglesias - para los santos, en los salones de la fama para los deportistas  y en las bibliotecas para los escritores.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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